LA EXPERIENCIA
TRAUMÁTICA DESDE LA PSICOLOGÍA POSITIVA: RESILIENCIA Y CRECIMIENTO
POSTRAUMÁTICO
La capacidad del ser humano para afrontar experiencias
traumáticas e incluso extraer un beneficio de las mismas ha sido generalmente
ignorada por la Psicología tradicional, que ha dedicado todo su esfuerzo al
estudio de los efectos devastadores del trauma. Aunque vivir un acontecimiento
traumático es sin duda uno de los trances más duros a los se enfrentan algunas
personas, supone una oportunidad para tomar conciencia y reestructurar la forma
de entender el mundo, que se traduce en un momento idóneo para construir nuevos
sistemas de valores, como han demostrado gran cantidad de estudios científicos
en los últimos años. Algunas personas suelen resistir con insospechada
fortaleza los embates de la vida, e incluso ante sucesos extremos hay un
elevado porcentaje de personas que muestra una gran resistencia y que sale
psicológicamente indemne o con daños mínimos del trance.
En este trabajo se revisan conceptos como la resiliencia y el
crecimiento postraumático en han surgido con fuerza dentro de la Psicología
Positiva para resaltar la enorme capacidad que tiene el ser humano de resistir
y rehacerse ante las adversidades de la vida.
Palabras clave: resiliencia,
crecimiento postraumático, emociones positivas.
El interés por comprender y explicar cómo el ser humano hace
frente a las experiencias traumáticas siempre ha existido, pero ha sido tras
los últimos atentados que han conmocionado al mundo cuando este interés ha
resurgido con fuerza.
Más allá de los modelos patogénicos de salud, existen otras
formas de entender y conceptualizar el trauma. Durante los primeros momentos de
una catástrofe la mayoría de los expertos y la población centran el foco de la
atención en las debilidades del ser humano. Es natural concebir a la persona
que sufre una experiencia traumática como una víctima que potencialmente
desarrollará una patología. Sin embargo, desde modelos más optimistas, se
entiende que la persona es activa y fuerte, con una capacidad natural de
resistir y rehacerse a pesar de las adversidades. Esta concepción se enmarca
dentro de la Psicología Positiva que busca comprender los procesos y mecanismos
que subyacen a las fortalezas y virtudes del ser humano.
La aproximación convencional a la psicología del trauma se ha
focalizado exclusivamente en los efectos negativos del suceso en la persona que
lo experimenta, concretamente, en el desarrollo del trastorno de estrés
postraumático (TEPT) o sintomatología asociada. Las reacciones patológicas son
consideradas como la forma normal de responder ante sucesos traumáticos; más
aún, se ha estigmatizado a aquellas personas que no mostraban estas reacciones,
asumiendo que dichos individuos sufrían de raras y disfuncionales patologías
(Bonanno, 2004). Sin embargo, la realidad demuestra que, si bien algunas
personas que experimentan situaciones traumáticas llegan a desarrollar
trastornos, en la mayoría de los casos esto no es así, y algunas incluso son
capaces de aprender y beneficiarse de tales experiencias.
Al focalizar la atención de forma exclusiva en los potenciales
efectos patológicos de la vivencia traumática, se ha contribuido a desarrollar
una "cultura de la victimología" que ha sesgado ampliamente la
investigación y la teoría psicológica (Gillham y Seligman, 1999; Seligman y
Csikszentmihalyi, 2000) y que ha llevado a asumir una visión pesimista de la
naturaleza humana. Dos peligrosas asunciones subyacen en esta cultura de la
victimología:
1) que el trauma siempre conlleva grave daño y
2) que el daño siempre refleja la presencia de trauma (Gillham y
Seligman, 1999).
En el campo de la salud mental, es habitual la presencia de
ideas esquemáticas sobre la respuesta del ser humano ante la adversidad (Avia y
Vázquez, 1999), ideas preconcebidas acerca de cómo reaccionan las personas ante
determinadas situaciones, basadas generalmente en prejuicios y estereotipos y
no en hechos y datos comprobados. Ejemplo de ello es la creencia ampliamente
arraigada en la cultura occidental de que la depresión y la desesperación
intensa son inevitables ante la muerte de seres queridos, o que la ausencia de
sufrimiento ante una pérdida indica negación, evitación y patología.
Estas ideas han llevado a asumir que existe una respuesta
unidimensional y de escasa variabilidad en las personas que sufren pérdidas o
experimentan sucesos traumáticos (Bonanno, 2004) y a ignorar las diferencias
individuales en la respuesta a situaciones estresantes (Everstine y Everstine,
1993; Peñacoba y Moreno, 1998).
Un estudio pionero de Wortman y Silver (1989) recopila datos
empíricos que demuestran que tales suposiciones no son correctas: la mayoría de
la gente que sufre una pérdida irreparable no se deprime, las reacciones
intensas de duelo y sufrimiento no son inevitables y su ausencia no significa
necesariamente que exista o vaya a existir un trastorno. Y es que las personas
suelen resistir con insospechada fortaleza los embates de la vida, e incluso
ante sucesos extremos hay un elevado porcentaje de personas que muestra una
gran resistencia y que sale psicológicamente indemne o con daños mínimos del
trance (Avia y Vázquez, 1998; Bonanno, 2004).
La Psicología Positiva recuerda que el ser humano tiene una gran
capacidad para adaptarse y encontrar sentido a las experiencias traumáticas más
terribles, capacidad que ha sido ignorada por la Psicología durante muchos años
(Park, 1998; Gillham y Seligman, 1999; Davidson, 2002). Numerosos autores
proponen reconceptualizar la experiencia traumática desde un modelo más
saludable que, basado en métodos positivos de prevención, tenga en
consideración la habilidad natural de los individuos de afrontar, resistir e
incluso aprender y crecer en las situaciones más adversas (Calhoun y Tedeschi,
1999; Paton, Smith, Violanti y Eräen, 2000; Stuhlmiller y Dunning, 2000; Gist y
Woodall, 2000; Bartone, 2000; Pérez-Sales y Vázquez, 2003).
REACCIONES ANTE LA EXPERIENCIA TRAUMÁTICA
La reacción de las personas ante experiencias traumáticas puede
variar en un continuum y adoptar diferentes formas:
Trastorno
La Psicología tradicional se ha centrado mayoritariamente en
este aspecto de la respuesta humana, asumiendo que potencialmente toda persona
expuesta a una situación traumática puede desarrollar un trastorno de estrés
postraumático (TEPT) u otras patologías (Paton et al., 2000) y elaborando
estrategias de intervención temprana destinadas a todos los afectados por un
suceso de esta índole. Sin embargo, el porcentaje de personas expuestas a
sucesos traumáticos que desarrollan patologías posteriores es mínimo. Además, no
hay que olvidar que, del porcentaje de individuos que en los primeros meses
pueden ser diagnosticados con alguna patología, la mayoría se va recuperando de
forma natural y en un breve espacio de tiempo recupera el nivel normal de
funcionalidad.
En un estudio realizado tras los atentados del 11 de septiembre
en Nueva York se muestra que, si bien en una primera evaluación realizada un
mes después de los atentados, la prevalencia de TEPT en la población general de
Nueva York era de 7.5%, seis meses después este porcentaje había descendido a
un 0.6% (Galea, Vlahovm, Ahern, Susser, Gold, Bucuvalas y Kilpatrick, 2003), de
forma que la gran mayoría de personas había seguido un proceso de recuperación
natural donde los síntomas desaparecían y volvían al nivel de funcionalidad
normal. Es importante resaltar, aunque no sea un tema a tratar aquí, que
resultados como éste ponen en tela de juicio la utilidad real del diagnóstico
del TEPT, ya que estaríamos frente a un trastorno que se desvanece con el paso
del tiempo. En este sentido, puede que sea más adecuado pensar que esa
prevalencia de 7.5% es el reflejo de un conjunto de reacciones iniciales
normales ante un suceso extremadamente adverso, que erróneamente se han
considerado como síntomas patológicos y se han agrupado para convertirlos en un
trastorno psiquiátrico. No es extraño que una persona expuesta a un
acontecimiento traumático, directa o indirectamente, experimente pesadillas,
recuerdos recurrentes, sintomatología física asociada, etc. La gran mayoría de
las respuestas de aflicción y sufrimiento experimentadas y comunicadas por las
víctimas son normales, incluso adaptativas. Insomnio, pesadillas, recuerdos
intrusivos (algunas de las conductas y pensamientos tomados como síntomas de
PTSD) reflejan respuestas normales frente a sucesos anormales (Summerfield,
1999).
Trastorno retardado
Algunas personas expuestas a un suceso traumático y que no han
desarrollado patologías en un primer momento, pueden hacerlo mucho tiempo
después, incluso años más tarde. Sin embargo, la aparición de este tipo de
casos es infrecuente.
Recuperación
Desde la Psicología tradicional se ha tendido a ignorar el
proceso de recuperación natural, que, si bien al principio lleva consigo la
experiencia de síntomas postraumáticos o reacciones disfuncionales de estrés,
con el paso del tiempo se desvanecen. Los datos apuntan a que alrededor de un
85% de las personas afectadas por una experiencia traumática sigue este proceso
de recuperación natural y no desarrolla ningún tipo de trastorno (Bonanno, 2004).
Resiliencia o resistencia
La resiliencia (del inglés resilience) es un fenómeno
ampliamente observado al que tradicionalmente se ha prestado poca atención, y
que incluye dos aspectos relevantes: resistir el suceso y rehacerse del mismo
(Bonanno, Wortman et al, 2002; Bonanno y Kaltman, 2001). Ante un suceso
traumático, las personas resilientes consiguen mantener un equilibrio estable
sin que afecte a su rendimiento y a su vida cotidiana. A diferencia de aquellos
que se recuperan de forma natural tras un período de disfuncionalidad, los
individuos resilientes no pasan por este período, sino que permanecen en
niveles funcionales a pesar de la experiencia traumática. Este fenómeno se
considera inverosímil o propio de personas excepcionales (Bonanno, 2004) y sin
embargo, numerosos datos muestran que la resiliencia es un fenómeno común entre
personas que se enfrentan a experiencias adversas y que surge de funciones y
procesos adaptativos normales del ser humano (Masten, 2001).
El testimonio de muchas personas revela que, aún habiendo vivido
una situación traumática, han conseguido encajarla y seguir desenvolviéndose
con eficacia en su entorno.
Crecimiento postraumático
Otro fenómeno olvidado por los teóricos del trauma es el de la
posibilidad de aprender y crecer a partir de experiencias adversas. Como en el
caso de la resilencia, la investigación ha mostrado que es un fenómeno más
común de lo que a priori se cree, y que son muchas las personas que consiguen
encontrar recursos latentes e insospechados (Manciaux, Vanistendael, Lecomte y
Cyrulnik, 2001) en el proceso de lucha que han tenido que emprender. De hecho,
muchos de los supervivientes de experiencias traumáticas encuentran caminos a
través de los cuales obtienen beneficios de su lucha contra los abruptos
cambios que el suceso traumático provoca en sus vidas (Tedeschi y Calhoun,
2000).
En definitiva, lo que se deduce de las investigaciones actuales
sobre trauma y adversidad es que las personas son mucho más fuertes de lo que
la Psicología ha venido considerando. Los psicólogos han subestimado la
capacidad natural de los supervivientes de experiencias traumáticas de resistir
y rehacerse (Bonanno, 2004).
Los motivos por los que se viene ignorando la cara positiva del
afrontamiento traumático merecen ser considerados. Algunos autores afirman que
existe un proceso social de carácter cognitivo, denominado amplificación social
del riesgo, que muestra la tendencia general a sobreestimar la magnitud,
generalización y duración de los sentimientos de los demás (Paton et al., 2000;
Brickman, Coates y Janoff-Bulman, 1978). Esta tendencia puede explicar en parte
la victimización a la que se ven sometidas aquellas personas que sufren
experiencias traumáticas.
Los mismos profesionales de la salud mental cuando aplican indiscriminadamente
instrumentos diagnósticos como el TEPT reflejan una concepción del ser humano
desprendido del mundo y buscan en él todas las claves del trastorno. Se omite
la influencia de factores externos en el origen y mantenimiento del llamado
trastorno de estrés postraumático, es decir, la dimensión psicosocial del
trauma que ubica a la persona que sufre en un contexto social (Blanco y Díaz,
2004), y se funciona como si las categorías diagnósticas fueran realidades
negativas que deben ser explicadas. Estas creencias explicarían las elevadas
tasas de incidencia del TEPT, halladas en algunos estudios.
En este proceso se considera también que las personas que sufren
una experiencia traumática, al ser invadidas por emociones negativas como la
tristeza, la ira o la culpa, son incapaces de experimentar emociones positivas.
Históricamente, la aparición y potencial utilidad de las emociones positivas en
contextos adversos ha sido considerada como una forma poco saludable de
afrontamiento (Bonanno, 2004) y como un impedimento para la recuperación
(Sanders, 1993). Sin embargo, recientemente, la investigación ha puesto de
manifiesto que las emociones positivas coexisten con las negativas durante
circunstancias estresantes y adversas (Folkman y Moskowitz, 2000; Calhoun y
Tedeschi, 1999; Shuchter y Zisook, 1993) y que pueden ayudar a reducir los
niveles de angustia y aflicción que siguen a la experimentación de dichas
circunstancias (Fredrickson, 1998).
En este sentido, algunas investigaciones ofrecen resultados
novedosos y concluyentes. En 1987 un grupo de personas que sufría lesiones
medulares fue entrevistado en diferentes momentos tras haber sufrido la lesión
incapacitante. Los resultados mostraron que la experiencia de emociones
positivas se daba desde los primeros días tras el accidente, siendo estos
sentimientos positivos más frecuentes que los negativos a partir de la tercera
semana (Wortman y Silver, 1987).
En dos estudios llevados a cabo por Keltner y Bonanno en una
misma muestra de 40 individuos que había sufrido la muerte de su pareja, se
mostró que las personas que exhibían sonrisas genuinas (aquellas en las que se
activa el músculo orbicular del ojo) cuando hablaban sobre su reciente pérdida
presentaban un mejor ajuste funcional, un mejor estado de sus relaciones
interpersonales y menores niveles de dolor y angustia 6, 14 y 25 meses después
de la pérdida (Keltner y Bonanno, 1997; Bonanno y Keltner, 1997).
En otro estudio realizado con 29 supervivientes de accidentes
con daños en la médula espinal, se encontró que aunque los accidentados
percibían su situación como relativamente negativa, referían paralelamente que
su sentimiento de felicidad no había desaparecido y que era bastante mayor del
que habrían esperado (Janoff-Bulman y Wortman, 1977).
En un trabajo más reciente sobre los atentados en Nueva York del
11 de septiembre (uno de los pocos estudios sobre el 11-S que no se han
centrado en estudiar la patología y la vulnerabilidad), se explica que
experimentar emociones positivas como gratitud, amor o interés, entre otras,
tras la vivencia de un suceso traumático, aumenta a corto plazo la vivencia de
experiencias subjetivas positivas, realza el afrontamiento activo y promueve la
desactivación fisiológica, mientras que a largo plazo, minimiza el riesgo de
depresión y refuerza los recursos de afrontamiento (Fredrickson y Tugade,
2003).
Todos estos estudios muestran la incuestionable presencia de las
emociones positivas en contextos de adversidad y dan cuenta de los potenciales
efectos beneficiosos que éstas tienen.
RESILIENCIA
La resiliencia se ha definido como la capacidad de una persona o
grupo para seguir proyectándose en el futuro a pesar de acontecimientos
desestabilizadores, de condiciones de vida difíciles y de traumas a veces
graves (Manciaux, Vanistendael, Lecomte y Cyrulnik, 2001).
Este concepto ha sido tratado con matices diferentes por autores
franceses y estadounidenses. Así, el concepto que manejan los autores franceses
relaciona la resiliencia con el concepto de crecimiento postraumático, al
entender la resiliencia simultáneamente como la capacidad de salir indemne de
una experiencia adversa, aprender de ella y mejorar. Mientras que el concepto
de resiliencia manejado por los norteamericanos, más restringido, hace
referencia al proceso de afrontamiento que ayuda a la persona a mantenerse
intacta, diferenciándolo del concepto de crecimiento postraumático. Desde la
corriente norteamericana se sugiere que el término resiliencia sea reservado
para denotar el retorno homeostático del sujeto a su condición anterior,
mientras que se utilicen términos como florecimiento (thriving) o crecimiento
postraumático para hacer referencia a la obtención de beneficios o al cambio a
mejor tras la experiencia traumática (Carver, 1998, O’Leary, 1998).
La confusión terminológica en el empleo de estos vocablos es
reflejo de la reciente aparición de la corriente que estudia los potenciales
efectos positivos de la experiencia traumática (Park, 1998), razón por la que
en la actualidad aún se carece de un léxico estandarizado con el que trabajar y
unificar intereses.
Es importante diferenciar el concepto de resiliencia del
concepto de recuperación (Bonanno, 2004), ya que representan trayectorias
temporales distintas. En este sentido, la recuperación implica un retorno
gradual hacia la normalidad funcional, mientras que la resiliencia refleja la
habilidad de mantener un equilibrio estable durante todo el proceso.
El origen de los trabajos sobre resiliencia se remonta a la
observación de comportamientos individuales de superación que parecían casos
aislados y anecdóticos (Vanistendael, 2001) y al estudio evolutivo de niños que
habían vivido en condiciones difíciles. Uno de los primeros trabajos
científicos que potenciaron el establecimiento de la resiliencia como tema de
investigación fue un estudio longitudinal realizado a lo largo de 30 años con
una cohorte de 698 niños nacidos en Hawai en condiciones muy desfavorables.
Treinta años después, el 80% de estos niños había evolucionado positivamente,
convirtiéndose en adultos competentes y bien integrados (Werner y Smith, 1982;
1992). Este estudio, realizado en un marco ajeno a la resiliencia, ha tenido un
papel importante en el surgimiento de la misma (Manciaux et al., 2001). Así,
frente a la creencia tradicional fuertemente establecida de que una infancia
infeliz determina necesariamente el desarrollo posterior del niño hacia formas
patológicas del comportamiento y la personalidad, los estudios con niños
resilientes han demostrado que son suposiciones sin fundamento científico y que
un niño herido no está necesariamente condenado a ser un adulto fracasado.
La resiliencia, entendida como la capacidad para mantener un
funcionamiento adaptativo de las funciones físicas y psicológicas en
situaciones críticas, nunca es una característica absoluta ni se adquiere de
una vez para siempre. Es la resultante de un proceso dinámico y evolutivo que
varía según las circunstancias, la naturaleza del trauma, el contexto y la
etapa de la vida y que puede expresarse de muy diferentes maneras en diferentes
culturas (Manciaux et al., 2001). Como el concepto de personalidad resistente,
la resiliencia es fruto de la interacción entre el individuo y su entorno.
Hablar de resiliencia en términos individuales constituye un error fundamental,
no se es más o menos resiliente, como si se poseyera un catálogo de cualidades.
La resiliencia es un proceso, un devenir, de forma que no es tanto la persona
la que es resiliente como su evolución y el proceso de vertebración de su
propia historia vital (Cyrulnik, 2001). La resiliencia nunca es absoluta,
total, lograda para siempre, es una capacidad que resulta de un proceso
dinámico (Manciaux et al., 2001).
Una de las cuestiones que más interés despierta en torno a la
resiliencia es la determinación de los factores que la promueven, aunque este
aspecto ha sido escasamente investigado (Bonanno, 2004). Se han propuesto
algunas características de personalidad y del entorno que favorecerían las
respuestas resilientes, como la seguridad en uno mismo y en la propia capacidad
de afrontamiento, el apoyo social, tener un propósito significativo en la vida,
creer que uno puede influir en lo que sucede a su alrededor y creer que se
puede aprender de las experiencias positivas y tambien de las negativas, etc..
También se ha propuesto que el sesgo positivo en la percepción de uno mismo
(self-enhancement) puede ser adaptativo y promover un mejor ajuste ante la
adversidad (Werner y Smith, 1992; Masten, Hubbard, Gest, Tellegen, Garmezy y
Ramírez, 1999; Bonanno, 2004). Un estudio realizado con población civil bosnia
que vivió la Guerra de los Balcanes mostró que aquellas personas que tenían
esta tendencia hacia el sesgo positivo presentaban un mejor ajuste que aquellas
que no contaban con dicha característica (Bonanno, Field, Kovacevic y Kaltman,
2002).
En estudios con niños, uno de los factores que más evidencia
empírica acumula en su relación con la resiliencia es la presencia de padres o
cuidadores competentes (Richters y Martínez, 1993; Masten et al., 1999; Masten,
2001; Manciaux et al., 2001).
En el estudio llevado a cabo por Fredrickson (Fredrickson y
Tugade, 2003) tras los atentados de Nueva York el 11 de septiembre de 2001, se
encontró que la relación entre resiliencia y ajuste estaba mediada por la
experiencia de emociones positivas. Éstas parecen proteger a las personas
frente a la depresión e impulsar su ajuste funcional. En esta misma línea, la
investigación ha demostrado que las personas resilientes conciben y afrontan la
vida de un modo más optimista, entusiasta y enérgico, son personas curiosas y
abiertas a nuevas experiencias, caracterizadas por altos niveles de
emocionalidad positiva (Block y Kremen, 1996).
En este punto puede argumentarse que la experiencia de emociones
positivas no es más que el reflejo de un modo resiliente de afrontar las
situaciones adversas, pero también existe evidencia de que esas personas
utilizan las emociones positivas como estrategia de afrontamiento, por lo que
se puede hablar de una causalidad recíproca. Así, se ha encontrado que las
personas resilientes hacen frente a experiencias traumáticas utilizando el
humor, la exploración creativa y el pensamiento optimista (Fredrickson y
Tugade, 2003).
CRECIMIENTO POSTRAUMÁTICO O APRENDIZAJE A TRAVÉS DEL PROCESO DE LUCHA
El concepto de crecimiento postraumático hace referencia al
cambio positivo que un individuo experimenta como resultado del proceso de
lucha que emprende a partir de la vivencia de un suceso traumático (Calhoun y
Tedeschi, 1999). Para la corriente americana, este concepto, aunque está
estrechamente relacionado con otros como hardiness o resiliencia no es sinónimo
de ellos, ya que, al hablar de crecimiento postraumático no sólo se hace
referencia a que el individuo enfrentado a una situación traumática consigue
sobrevivir y resistir sin sufrir trastorno alguno, sino que además la
experiencia opera en él un cambio positivo que le lleva a una situación mejor
respecto a aquella en la que se encontraba antes de ocurrir el suceso (Calhoun
y Tedeschi, 2000). Desde la perspectiva francesa, sin embargo, sí serían equiparables
crecimiento postraumático y resiliencia.
La idea del cambio positivo consecuencia del enfrentamiento a la
adversidad aparece ya en la Psicología existencial de autores como Frankl,
Maslow, Rogers o Fromm. Además, la concepción del ser humano capaz de
transformar la experiencia traumática en aprendizaje y crecimiento personal ha
sido un tema central en siglos de literatura, poesía, filosofía… (Saakvitne,
Tennen y Affleck, 1998), pero ignorada por la Psicología clínica científica
durante muchos años.
Es importante recordar que cuando se habla de crecimiento
postraumático se hace referencia al cambio positivo que experimenta una persona
como resultado del proceso de lucha que emprende a partir de un suceso
traumático, que no es universal y que no todas las personas que pasan por una
experiencia traumática encuentran beneficio y crecimiento personal en ella
(Park, 1998; Calhoun y Tedeschi, 1999).
Las investigaciones se han centrado en delimitar qué
características de personalidad facilitan o impiden un desarrollo o un cambio
positivo a raíz de experiencias traumáticas. Optimismo, esperanza, creencias
religiosas y extraversión son algunas de las características que de forma más
frecuente aparecen en los estudios como factores de resistencia y crecimiento.
Calhoun y Tedeschi (1999; 2000), dos de los autores que más han aportado a este
concepto, dividen en tres categorías el crecimiento postraumático que pueden
experimentar las personas: cambios en uno mismo, cambios en las relaciones
interpersonales y cambios en la espiritualidad y en la filosofía de vida.
Cambios en uno mismo: es un sentimiento
común en muchas de las personas que afrontan una situación traumática el
aumento de la confianza en las propias capacidades para afrontar cualquier
adversidad que pueda ocurrir en el futuro. Al lograr hacer frente a un suceso
traumático, el individuo se siente capaz de enfrentarse a cualquier otra cosa.
Este tipo de cambio puede encontrarse en aquellas personas que, por sus
circunstancias, se han visto sometidas a roles muy estrictos u opresivos en el
pasado y que a raíz de la lucha que han emprendido contra la experiencia
traumática han conseguido oportunidades únicas de redireccionar su vida. Estas
ideas son consistentes con los trabajos que indican que las convicciones
políticas e ideológicas son el principal factor positivo de resistencia en
presos políticos y torturados (Pérez-Sales y Vázquez, 2003).
Cambios en las relaciones interpersonales: muchas personas ven fortalecidas sus
relaciones con otras a raíz de la vivencia de una experiencia traumática. Suele
ser común la aparición de pensamientos del tipo "ahora sé quienes son mis
verdaderos amigos y me siento mucho más cerca de ellos que antes". Muchas
familias y parejas enfrentadas a situaciones adversas dicen sentirse más unidas
que antes del suceso. En un estudio realizado con un grupo de madres cuyos
hijos recién nacidos sufrían serios trastornos médicos, se mostró que un 20% de
estas mujeres decía sentirse más cerca de sus familiares que antes y que su
relación se había fortalecido (Affleck, Tennen y Gershman, 1985). Por otro
lado, el haber hecho frente a una experiencia traumática despierta en las
personas sentimientos de compasión y empatía hacia el sufrimiento de otras
personas y promueve conductas de ayuda.
Cambios en la espiritualidad y en la filosofía de vida: las experiencias traumáticas tienden a sacudir de forma
radical las concepciones e ideas sobre las que se construye la forma de ver el
mundo (Janoff-Bulman, 1992). Es el tipo de cambio más frecuente. Cuando un
individuo pasa por una experiencia traumática cambia su escala de valores y
suele apreciar el valor de cosas que antes obviaba o daba por supuestas.
Aunque se tiende a suponer que la mayoría de la evidencia
empírica sobre la existencia de resiliencia y crecimiento postraumático se ha
basado en estudios de caso único de personas excepcionalmente fuertes o
extraordinarias (Masten, 2001), existen estudios sistemáticos que analizan
muestras grandes y que encuentran resultados favorables que apoyan el hecho de
que son fenómenos comunes. Así por ejemplo, en un estudio realizado con 154
mujeres que en su infancia habían sufrido abuso sexual, casi la mitad de ellas
(46.8%) informaron haber encontrado algún beneficio de la experiencia vivida,
beneficios que pudieron agruparse en cuatro categorías: capacidad de protección
de los niños frente al abuso, capacidad de auto-protección, incremento en el
conocimiento del abuso sexual y desarrollo de una personalidad más resistente y
autosuficiente. Este estudio viene a contradecir la tradicional creencia de que
la mayoría de las personas que sufren abuso sexual en la infancia desarrollan
un sentimiento de indefensión que les hace vulnerables y sugiere que muchas de
las mujeres abusadas parecen salir fortalecidas de su experiencia y con mayores
herramientas para protegerse a sí mismas y a sus hijos (McMillen, Zurvain y
Rideout, 1995). En la línea de lo que afirman los autores antes citados sobre
la coexistencia de emociones positivas y negativas, un 88.9% de las mujeres que
percibieron beneficio de la experiencia de abuso sexual informaron también de
percepción de daño (Calhoun y Tedeschi, 1999; 2000).
En un estudio retrospectivo realizado con 36 supervivientes de
una catástrofe en una plataforma petrolífera, a los que se entrevistó 10 años
después del suceso, se encontró que un 61% de los entrevistados percibía algún
beneficio resultante de su trágica experiencia, como mejora en sus relaciones
personales, crecimiento emocional y seguridad económica (Hull, Alexander y Klein,
2002).
Otras investigaciones se han centrado en individuos enfrentados
a enfermedades graves y hospitalizaciones de larga duración. En este sentido,
numerosos estudios evidencian de forma sólida la existencia de procesos de
crecimiento o aprendizaje. En el trabajo de Taylor, Lichtman y Word (1984) se
preguntó a personas a las que se les había diagnosticado de cáncer, si su vida
había experimentado cambios y qué cambios concretos experimentaron. El 70%
contestó afirmativamente a la primera pregunta, y de ellos un 60% consideró
positivos los cambios. En la mayoría de los casos los pacientes informaron de
haber aprendido a tomarse la vida de otra forma y a disfrutar más de ella.
Otro estudio realizado con madres cuyos hijos recién nacidos
habían permanecido un largo período de tiempo en una unidad de cuidados
intensivos, encontró que el 70% de estas mujeres afirmaba que su matrimonio
había salido fortalecido de la experiencia vivida (Affleck y Tennen, 1991).
Igualmente, se ha puesto de manifiesto que muchas personas
infartadas perciben beneficios de su mala experiencia (Affleck, Tennen, Croog y
Levine, 1987). Un estudio realizado con 287 hombres que habían sufrido un
ataque cardíaco, y en el que se pretendía evaluar la atribución causal y el
beneficio percibido a las de siete semanas de haber sufrido el infarto y a los
ocho años, mostró que aquellos individuos que habían percibido beneficios tras
el primer ataque, tenían menos posibilidades de sufrir un segundo ataque y
exhibían una mejor recuperación ocho años después. Quizá la supuesta
explicación sea que los pacientes comprendieron las ventajas de llevar una vida
saludable, pero los beneficios percibidos no se quedaron sólo en esto. Muchos
de los pacientes encontraron que el infarto les había hecho reconsiderar sus
valores, prioridades y sus relaciones interpersonales. Los hombres que habían
sufrido un nuevo ataque cardíaco en ese período de ocho años tendían a
encontrar más beneficios que aquellos que no habían recaído (Affleck et al.
1987)
Las personas que experimentan crecimiento postraumático también
suelen experimentar emociones negativas y estrés (Park, 1998). En muchos casos,
sin la presencia de las emociones negativas el crecimiento postraumático no se
produce (Calhoun y Tedeschi, 1999). La experiencia de crecimiento no elimina el
dolor ni el sufrimiento, de hecho suelen coexistir (Park, 1998, Calhoun y
Tedeschi, 2000). En este sentido, es importante resaltar que el crecimiento
postraumático debe ser entendido siempre como un constructo multidimensional,
es decir, el individuo puede experimentar cambios positivos en determinados
dominios de su vida y no experimentarlos o experimentar cambios negativos en
otros dominios (Calhoun, Cann, Tedeschi y McMillan, 1998).
Para muchas personas, hablar de un crecimiento después del
trauma, de una ganancia personal, es algo inaceptable e incluso obsceno. Sin
embargo, la exitosa lucha por la supervivencia de la especie humana ha debido
seleccionar mecanismos de adaptación a circunstancias sumamente ingratas que
conllevan tanto beneficios como costes (Saakvitne et al., 1998).
La naturaleza del crecimiento postraumático puede ser
interpretada desde dos perspectivas diferentes. Por un lado, el crecimiento
postraumático puede ser considerado como un resultado: el sujeto pone en marcha
una serie de estrategias de afrontamiento que le llevan a encontrar beneficio
de su experiencia. Por otro, el crecimiento postraumático puede ser entendido
como una estrategia en si misma, es decir, la persona utiliza esta búsqueda de
beneficio para afrontar su experiencia, de forma que más que un resultado es un
proceso (Park, 1998).
Las teorías que defienden la posibilidad de crecimiento o
aprendizaje postraumático adoptan la premisa de que la adversidad puede, a
veces, perder parte de su severidad a través de, o gracias a, procesos
cognitivos de adaptación, consiguiendo no sólo restaurar las visiones
adaptativas de uno mismo, los demás y el mundo, que en un principio podían
haberse distorsionado, sino también fomentar la convicción de que uno es mejor
de lo que era antes del suceso. Así, se ha propuesto que el crecimiento
postraumático tiene lugar desde la cognición, más que desde la emoción (Calhoun
y Tedeschi, 1999). En esta línea, la búsqueda de significado y las estrategias
de afrontamiento cognitivo parecen ser aspectos críticos en el crecimiento
postraumático (Park, 1998).
Cabe preguntarse en este punto cuál debe ser el papel del
psicólogo. Teniendo en cuenta que, al menos de momento, el crecimiento
postraumático no puede ser creado por el terapeuta bajo una fórmula o
procedimiento establecido, es necesario asumir que éste debe ser descubierto
por el propio sujeto. El psicólogo debe ser capaz de descubrir y percibir en
cada persona los distintos signos del despertar de este crecimiento para
encauzarlos y ayudar en su desarrollo (Calhoun y Tedeschi, 1999). No todas las
personas serán capaces de aprender de su experiencia traumática, pero algunas
sí lo harán y admitir esta posibilidad ya es un avance. En la práctica clínica,
sin embargo, hay que ser sumamente cauteloso, pues la presión hacia la
percepción de beneficio puede conllevar sentimientos de frustración en personas
que son incapaces de encontrar dicho beneficio (McMillen, Zuravin y Rideout,
1995).
La posibilidad de incrementar los niveles de resiliencia y de
crecimiento, tras pasar por situaciones ciertamente adversas, es aún una gran
incógnita para la Psicología (Bartone, 2000). De hecho, si somos capaces de
entender cómo y por qué algunas personas resisten y se benefician de experiencias
extremadamente adversas y somos capaces de enseñar esta habilidad, los
beneficios para el sistema sanitario mundial serían inconmensurables (Carver,
1998). Es necesario, por tanto, un gran volumen de investigación empírica que
lleve a clarificar la naturaleza de los procesos de resistencia y crecimiento.
CONCLUSIONES
Vivir una experiencia traumática es sin duda una situación que
modifica la vida de una persona y, sin quitar gravedad y horror de estas
vivencias, no se puede olvidar que en situaciones extremas el ser humano tiene
la oportunidad de volver a construir su forma de entender el mundo y su sistema
de valores. Por esta razón, se deben construir modelos conceptuales capaces de
incorporar la dialéctica de la experiencia postraumática y aceptar que lo
aparentemente opuesto puede coexistir de forma simultánea.
La Psicología no es sólo psicopatología y psicoterapia, es una
ciencia que estudia la complejidad humana y debe ocuparse de todos sus
aspectos. Se debe ampliar y reconducir el estudio de la respuesta humana ante
el trauma con el fin de desarrollar nuevas formas de intervención basadas en
modelos más positivos, centrados en la salud y la prevención, que faciliten la
recuperación y el crecimiento personal. Se trata de adoptar un paradigma desde un
modelo de salud que ayude a conceptualizar, investigar, diseñar e intervenir
efectiva y eficientemente en el trauma.
La labor del psicólogo vista desde la Psicología Positiva debe
servir para reorientar a las personas a encontrar la manera de aprender de la
experiencia traumática y progresar a partir de ella, teniendo en cuenta la
fuerza, la virtud y la capacidad de crecimiento de las personas.
Beatriz Vera
Poseck*, Begoña Carbelo Baquero** y María Luisa Vecina Jiménez***
**Universidad de
Alcalá. ***Universidad Complutense
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