Ayuda psicológica y crecimiento personal

jueves, 14 de mayo de 2015

Resiliencia

LA EXPERIENCIA TRAUMÁTICA DESDE LA PSICOLOGÍA POSITIVA: RESILIENCIA Y CRECIMIENTO POSTRAUMÁTICO

La capacidad del ser humano para afrontar experiencias traumáticas e incluso extraer un beneficio de las mismas ha sido generalmente ignorada por la Psicología tradicional, que ha dedicado todo su esfuerzo al estudio de los efectos devastadores del trauma. Aunque vivir un acontecimiento traumático es sin duda uno de los trances más duros a los se enfrentan algunas personas, supone una oportunidad para tomar conciencia y reestructurar la forma de entender el mundo, que se traduce en un momento idóneo para construir nuevos sistemas de valores, como han demostrado gran cantidad de estudios científicos en los últimos años. Algunas personas suelen resistir con insospechada fortaleza los embates de la vida, e incluso ante sucesos extremos hay un elevado porcentaje de personas que muestra una gran resistencia y que sale psicológicamente indemne o con daños mínimos del trance.
En este trabajo se revisan conceptos como la resiliencia y el crecimiento postraumático en han surgido con fuerza dentro de la Psicología Positiva para resaltar la enorme capacidad que tiene el ser humano de resistir y rehacerse ante las adversidades de la vida.
Palabras clave: resiliencia, crecimiento postraumático, emociones positivas.
El interés por comprender y explicar cómo el ser humano hace frente a las experiencias traumáticas siempre ha existido, pero ha sido tras los últimos atentados que han conmocionado al mundo cuando este interés ha resurgido con fuerza.
Más allá de los modelos patogénicos de salud, existen otras formas de entender y conceptualizar el trauma. Durante los primeros momentos de una catástrofe la mayoría de los expertos y la población centran el foco de la atención en las debilidades del ser humano. Es natural concebir a la persona que sufre una experiencia traumática como una víctima que potencialmente desarrollará una patología. Sin embargo, desde modelos más optimistas, se entiende que la persona es activa y fuerte, con una capacidad natural de resistir y rehacerse a pesar de las adversidades. Esta concepción se enmarca dentro de la Psicología Positiva que busca comprender los procesos y mecanismos que subyacen a las fortalezas y virtudes del ser humano.
La aproximación convencional a la psicología del trauma se ha focalizado exclusivamente en los efectos negativos del suceso en la persona que lo experimenta, concretamente, en el desarrollo del trastorno de estrés postraumático (TEPT) o sintomatología asociada. Las reacciones patológicas son consideradas como la forma normal de responder ante sucesos traumáticos; más aún, se ha estigmatizado a aquellas personas que no mostraban estas reacciones, asumiendo que dichos individuos sufrían de raras y disfuncionales patologías (Bonanno, 2004). Sin embargo, la realidad demuestra que, si bien algunas personas que experimentan situaciones traumáticas llegan a desarrollar trastornos, en la mayoría de los casos esto no es así, y algunas incluso son capaces de aprender y beneficiarse de tales experiencias.
Al focalizar la atención de forma exclusiva en los potenciales efectos patológicos de la vivencia traumática, se ha contribuido a desarrollar una "cultura de la victimología" que ha sesgado ampliamente la investigación y la teoría psicológica (Gillham y Seligman, 1999; Seligman y Csikszentmihalyi, 2000) y que ha llevado a asumir una visión pesimista de la naturaleza humana. Dos peligrosas asunciones subyacen en esta cultura de la victimología:

1) que el trauma siempre conlleva grave daño y
2) que el daño siempre refleja la presencia de trauma (Gillham y Seligman, 1999).

En el campo de la salud mental, es habitual la presencia de ideas esquemáticas sobre la respuesta del ser humano ante la adversidad (Avia y Vázquez, 1999), ideas preconcebidas acerca de cómo reaccionan las personas ante determinadas situaciones, basadas generalmente en prejuicios y estereotipos y no en hechos y datos comprobados. Ejemplo de ello es la creencia ampliamente arraigada en la cultura occidental de que la depresión y la desesperación intensa son inevitables ante la muerte de seres queridos, o que la ausencia de sufrimiento ante una pérdida indica negación, evitación y patología.
Estas ideas han llevado a asumir que existe una respuesta unidimensional y de escasa variabilidad en las personas que sufren pérdidas o experimentan sucesos traumáticos (Bonanno, 2004) y a ignorar las diferencias individuales en la respuesta a situaciones estresantes (Everstine y Everstine, 1993; Peñacoba y Moreno, 1998).
Un estudio pionero de Wortman y Silver (1989) recopila datos empíricos que demuestran que tales suposiciones no son correctas: la mayoría de la gente que sufre una pérdida irreparable no se deprime, las reacciones intensas de duelo y sufrimiento no son inevitables y su ausencia no significa necesariamente que exista o vaya a existir un trastorno. Y es que las personas suelen resistir con insospechada fortaleza los embates de la vida, e incluso ante sucesos extremos hay un elevado porcentaje de personas que muestra una gran resistencia y que sale psicológicamente indemne o con daños mínimos del trance (Avia y Vázquez, 1998; Bonanno, 2004).
La Psicología Positiva recuerda que el ser humano tiene una gran capacidad para adaptarse y encontrar sentido a las experiencias traumáticas más terribles, capacidad que ha sido ignorada por la Psicología durante muchos años (Park, 1998; Gillham y Seligman, 1999; Davidson, 2002). Numerosos autores proponen reconceptualizar la experiencia traumática desde un modelo más saludable que, basado en métodos positivos de prevención, tenga en consideración la habilidad natural de los individuos de afrontar, resistir e incluso aprender y crecer en las situaciones más adversas (Calhoun y Tedeschi, 1999; Paton, Smith, Violanti y Eräen, 2000; Stuhlmiller y Dunning, 2000; Gist y Woodall, 2000; Bartone, 2000; Pérez-Sales y Vázquez, 2003).

REACCIONES ANTE LA EXPERIENCIA TRAUMÁTICA
La reacción de las personas ante experiencias traumáticas puede variar en un continuum y adoptar diferentes formas:

Trastorno
La Psicología tradicional se ha centrado mayoritariamente en este aspecto de la respuesta humana, asumiendo que potencialmente toda persona expuesta a una situación traumática puede desarrollar un trastorno de estrés postraumático (TEPT) u otras patologías (Paton et al., 2000) y elaborando estrategias de intervención temprana destinadas a todos los afectados por un suceso de esta índole. Sin embargo, el porcentaje de personas expuestas a sucesos traumáticos que desarrollan patologías posteriores es mínimo. Además, no hay que olvidar que, del porcentaje de individuos que en los primeros meses pueden ser diagnosticados con alguna patología, la mayoría se va recuperando de forma natural y en un breve espacio de tiempo recupera el nivel normal de funcionalidad.
En un estudio realizado tras los atentados del 11 de septiembre en Nueva York se muestra que, si bien en una primera evaluación realizada un mes después de los atentados, la prevalencia de TEPT en la población general de Nueva York era de 7.5%, seis meses después este porcentaje había descendido a un 0.6% (Galea, Vlahovm, Ahern, Susser, Gold, Bucuvalas y Kilpatrick, 2003), de forma que la gran mayoría de personas había seguido un proceso de recuperación natural donde los síntomas desaparecían y volvían al nivel de funcionalidad normal. Es importante resaltar, aunque no sea un tema a tratar aquí, que resultados como éste ponen en tela de juicio la utilidad real del diagnóstico del TEPT, ya que estaríamos frente a un trastorno que se desvanece con el paso del tiempo. En este sentido, puede que sea más adecuado pensar que esa prevalencia de 7.5% es el reflejo de un conjunto de reacciones iniciales normales ante un suceso extremadamente adverso, que erróneamente se han considerado como síntomas patológicos y se han agrupado para convertirlos en un trastorno psiquiátrico. No es extraño que una persona expuesta a un acontecimiento traumático, directa o indirectamente, experimente pesadillas, recuerdos recurrentes, sintomatología física asociada, etc. La gran mayoría de las respuestas de aflicción y sufrimiento experimentadas y comunicadas por las víctimas son normales, incluso adaptativas. Insomnio, pesadillas, recuerdos intrusivos (algunas de las conductas y pensamientos tomados como síntomas de PTSD) reflejan respuestas normales frente a sucesos anormales (Summerfield, 1999).

Trastorno retardado
Algunas personas expuestas a un suceso traumático y que no han desarrollado patologías en un primer momento, pueden hacerlo mucho tiempo después, incluso años más tarde. Sin embargo, la aparición de este tipo de casos es infrecuente.

Recuperación
Desde la Psicología tradicional se ha tendido a ignorar el proceso de recuperación natural, que, si bien al principio lleva consigo la experiencia de síntomas postraumáticos o reacciones disfuncionales de estrés, con el paso del tiempo se desvanecen. Los datos apuntan a que alrededor de un 85% de las personas afectadas por una experiencia traumática sigue este proceso de recuperación natural y no desarrolla ningún tipo de trastorno (Bonanno, 2004).

Resiliencia o resistencia
La resiliencia (del inglés resilience) es un fenómeno ampliamente observado al que tradicionalmente se ha prestado poca atención, y que incluye dos aspectos relevantes: resistir el suceso y rehacerse del mismo (Bonanno, Wortman et al, 2002; Bonanno y Kaltman, 2001). Ante un suceso traumático, las personas resilientes consiguen mantener un equilibrio estable sin que afecte a su rendimiento y a su vida cotidiana. A diferencia de aquellos que se recuperan de forma natural tras un período de disfuncionalidad, los individuos resilientes no pasan por este período, sino que permanecen en niveles funcionales a pesar de la experiencia traumática. Este fenómeno se considera inverosímil o propio de personas excepcionales (Bonanno, 2004) y sin embargo, numerosos datos muestran que la resiliencia es un fenómeno común entre personas que se enfrentan a experiencias adversas y que surge de funciones y procesos adaptativos normales del ser humano (Masten, 2001).
El testimonio de muchas personas revela que, aún habiendo vivido una situación traumática, han conseguido encajarla y seguir desenvolviéndose con eficacia en su entorno.
Crecimiento postraumático
Otro fenómeno olvidado por los teóricos del trauma es el de la posibilidad de aprender y crecer a partir de experiencias adversas. Como en el caso de la resilencia, la investigación ha mostrado que es un fenómeno más común de lo que a priori se cree, y que son muchas las personas que consiguen encontrar recursos latentes e insospechados (Manciaux, Vanistendael, Lecomte y Cyrulnik, 2001) en el proceso de lucha que han tenido que emprender. De hecho, muchos de los supervivientes de experiencias traumáticas encuentran caminos a través de los cuales obtienen beneficios de su lucha contra los abruptos cambios que el suceso traumático provoca en sus vidas (Tedeschi y Calhoun, 2000).
En definitiva, lo que se deduce de las investigaciones actuales sobre trauma y adversidad es que las personas son mucho más fuertes de lo que la Psicología ha venido considerando. Los psicólogos han subestimado la capacidad natural de los supervivientes de experiencias traumáticas de resistir y rehacerse (Bonanno, 2004).
Los motivos por los que se viene ignorando la cara positiva del afrontamiento traumático merecen ser considerados. Algunos autores afirman que existe un proceso social de carácter cognitivo, denominado amplificación social del riesgo, que muestra la tendencia general a sobreestimar la magnitud, generalización y duración de los sentimientos de los demás (Paton et al., 2000; Brickman, Coates y Janoff-Bulman, 1978). Esta tendencia puede explicar en parte la victimización a la que se ven sometidas aquellas personas que sufren experiencias traumáticas.
Los mismos profesionales de la salud mental cuando aplican indiscriminadamente instrumentos diagnósticos como el TEPT reflejan una concepción del ser humano desprendido del mundo y buscan en él todas las claves del trastorno. Se omite la influencia de factores externos en el origen y mantenimiento del llamado trastorno de estrés postraumático, es decir, la dimensión psicosocial del trauma que ubica a la persona que sufre en un contexto social (Blanco y Díaz, 2004), y se funciona como si las categorías diagnósticas fueran realidades negativas que deben ser explicadas. Estas creencias explicarían las elevadas tasas de incidencia del TEPT, halladas en algunos estudios.
En este proceso se considera también que las personas que sufren una experiencia traumática, al ser invadidas por emociones negativas como la tristeza, la ira o la culpa, son incapaces de experimentar emociones positivas. Históricamente, la aparición y potencial utilidad de las emociones positivas en contextos adversos ha sido considerada como una forma poco saludable de afrontamiento (Bonanno, 2004) y como un impedimento para la recuperación (Sanders, 1993). Sin embargo, recientemente, la investigación ha puesto de manifiesto que las emociones positivas coexisten con las negativas durante circunstancias estresantes y adversas (Folkman y Moskowitz, 2000; Calhoun y Tedeschi, 1999; Shuchter y Zisook, 1993) y que pueden ayudar a reducir los niveles de angustia y aflicción que siguen a la experimentación de dichas circunstancias (Fredrickson, 1998).
En este sentido, algunas investigaciones ofrecen resultados novedosos y concluyentes. En 1987 un grupo de personas que sufría lesiones medulares fue entrevistado en diferentes momentos tras haber sufrido la lesión incapacitante. Los resultados mostraron que la experiencia de emociones positivas se daba desde los primeros días tras el accidente, siendo estos sentimientos positivos más frecuentes que los negativos a partir de la tercera semana (Wortman y Silver, 1987).
En dos estudios llevados a cabo por Keltner y Bonanno en una misma muestra de 40 individuos que había sufrido la muerte de su pareja, se mostró que las personas que exhibían sonrisas genuinas (aquellas en las que se activa el músculo orbicular del ojo) cuando hablaban sobre su reciente pérdida presentaban un mejor ajuste funcional, un mejor estado de sus relaciones interpersonales y menores niveles de dolor y angustia 6, 14 y 25 meses después de la pérdida (Keltner y Bonanno, 1997; Bonanno y Keltner, 1997).
En otro estudio realizado con 29 supervivientes de accidentes con daños en la médula espinal, se encontró que aunque los accidentados percibían su situación como relativamente negativa, referían paralelamente que su sentimiento de felicidad no había desaparecido y que era bastante mayor del que habrían esperado (Janoff-Bulman y Wortman, 1977).
En un trabajo más reciente sobre los atentados en Nueva York del 11 de septiembre (uno de los pocos estudios sobre el 11-S que no se han centrado en estudiar la patología y la vulnerabilidad), se explica que experimentar emociones positivas como gratitud, amor o interés, entre otras, tras la vivencia de un suceso traumático, aumenta a corto plazo la vivencia de experiencias subjetivas positivas, realza el afrontamiento activo y promueve la desactivación fisiológica, mientras que a largo plazo, minimiza el riesgo de depresión y refuerza los recursos de afrontamiento (Fredrickson y Tugade, 2003).
Todos estos estudios muestran la incuestionable presencia de las emociones positivas en contextos de adversidad y dan cuenta de los potenciales efectos beneficiosos que éstas tienen.

RESILIENCIA
La resiliencia se ha definido como la capacidad de una persona o grupo para seguir proyectándose en el futuro a pesar de acontecimientos desestabilizadores, de condiciones de vida difíciles y de traumas a veces graves (Manciaux, Vanistendael, Lecomte y Cyrulnik, 2001).
Este concepto ha sido tratado con matices diferentes por autores franceses y estadounidenses. Así, el concepto que manejan los autores franceses relaciona la resiliencia con el concepto de crecimiento postraumático, al entender la resiliencia simultáneamente como la capacidad de salir indemne de una experiencia adversa, aprender de ella y mejorar. Mientras que el concepto de resiliencia manejado por los norteamericanos, más restringido, hace referencia al proceso de afrontamiento que ayuda a la persona a mantenerse intacta, diferenciándolo del concepto de crecimiento postraumático. Desde la corriente norteamericana se sugiere que el término resiliencia sea reservado para denotar el retorno homeostático del sujeto a su condición anterior, mientras que se utilicen términos como florecimiento (thriving) o crecimiento postraumático para hacer referencia a la obtención de beneficios o al cambio a mejor tras la experiencia traumática (Carver, 1998, O’Leary, 1998).
La confusión terminológica en el empleo de estos vocablos es reflejo de la reciente aparición de la corriente que estudia los potenciales efectos positivos de la experiencia traumática (Park, 1998), razón por la que en la actualidad aún se carece de un léxico estandarizado con el que trabajar y unificar intereses.
Es importante diferenciar el concepto de resiliencia del concepto de recuperación (Bonanno, 2004), ya que representan trayectorias temporales distintas. En este sentido, la recuperación implica un retorno gradual hacia la normalidad funcional, mientras que la resiliencia refleja la habilidad de mantener un equilibrio estable durante todo el proceso.
El origen de los trabajos sobre resiliencia se remonta a la observación de comportamientos individuales de superación que parecían casos aislados y anecdóticos (Vanistendael, 2001) y al estudio evolutivo de niños que habían vivido en condiciones difíciles. Uno de los primeros trabajos científicos que potenciaron el establecimiento de la resiliencia como tema de investigación fue un estudio longitudinal realizado a lo largo de 30 años con una cohorte de 698 niños nacidos en Hawai en condiciones muy desfavorables. Treinta años después, el 80% de estos niños había evolucionado positivamente, convirtiéndose en adultos competentes y bien integrados (Werner y Smith, 1982; 1992). Este estudio, realizado en un marco ajeno a la resiliencia, ha tenido un papel importante en el surgimiento de la misma (Manciaux et al., 2001). Así, frente a la creencia tradicional fuertemente establecida de que una infancia infeliz determina necesariamente el desarrollo posterior del niño hacia formas patológicas del comportamiento y la personalidad, los estudios con niños resilientes han demostrado que son suposiciones sin fundamento científico y que un niño herido no está necesariamente condenado a ser un adulto fracasado.
La resiliencia, entendida como la capacidad para mantener un funcionamiento adaptativo de las funciones físicas y psicológicas en situaciones críticas, nunca es una característica absoluta ni se adquiere de una vez para siempre. Es la resultante de un proceso dinámico y evolutivo que varía según las circunstancias, la naturaleza del trauma, el contexto y la etapa de la vida y que puede expresarse de muy diferentes maneras en diferentes culturas (Manciaux et al., 2001). Como el concepto de personalidad resistente, la resiliencia es fruto de la interacción entre el individuo y su entorno. Hablar de resiliencia en términos individuales constituye un error fundamental, no se es más o menos resiliente, como si se poseyera un catálogo de cualidades. La resiliencia es un proceso, un devenir, de forma que no es tanto la persona la que es resiliente como su evolución y el proceso de vertebración de su propia historia vital (Cyrulnik, 2001). La resiliencia nunca es absoluta, total, lograda para siempre, es una capacidad que resulta de un proceso dinámico (Manciaux et al., 2001).
Una de las cuestiones que más interés despierta en torno a la resiliencia es la determinación de los factores que la promueven, aunque este aspecto ha sido escasamente investigado (Bonanno, 2004). Se han propuesto algunas características de personalidad y del entorno que favorecerían las respuestas resilientes, como la seguridad en uno mismo y en la propia capacidad de afrontamiento, el apoyo social, tener un propósito significativo en la vida, creer que uno puede influir en lo que sucede a su alrededor y creer que se puede aprender de las experiencias positivas y tambien de las negativas, etc.. También se ha propuesto que el sesgo positivo en la percepción de uno mismo (self-enhancement) puede ser adaptativo y promover un mejor ajuste ante la adversidad (Werner y Smith, 1992; Masten, Hubbard, Gest, Tellegen, Garmezy y Ramírez, 1999; Bonanno, 2004). Un estudio realizado con población civil bosnia que vivió la Guerra de los Balcanes mostró que aquellas personas que tenían esta tendencia hacia el sesgo positivo presentaban un mejor ajuste que aquellas que no contaban con dicha característica (Bonanno, Field, Kovacevic y Kaltman, 2002).
En estudios con niños, uno de los factores que más evidencia empírica acumula en su relación con la resiliencia es la presencia de padres o cuidadores competentes (Richters y Martínez, 1993; Masten et al., 1999; Masten, 2001; Manciaux et al., 2001).
En el estudio llevado a cabo por Fredrickson (Fredrickson y Tugade, 2003) tras los atentados de Nueva York el 11 de septiembre de 2001, se encontró que la relación entre resiliencia y ajuste estaba mediada por la experiencia de emociones positivas. Éstas parecen proteger a las personas frente a la depresión e impulsar su ajuste funcional. En esta misma línea, la investigación ha demostrado que las personas resilientes conciben y afrontan la vida de un modo más optimista, entusiasta y enérgico, son personas curiosas y abiertas a nuevas experiencias, caracterizadas por altos niveles de emocionalidad positiva (Block y Kremen, 1996).
En este punto puede argumentarse que la experiencia de emociones positivas no es más que el reflejo de un modo resiliente de afrontar las situaciones adversas, pero también existe evidencia de que esas personas utilizan las emociones positivas como estrategia de afrontamiento, por lo que se puede hablar de una causalidad recíproca. Así, se ha encontrado que las personas resilientes hacen frente a experiencias traumáticas utilizando el humor, la exploración creativa y el pensamiento optimista (Fredrickson y Tugade, 2003).

CRECIMIENTO POSTRAUMÁTICO O APRENDIZAJE A TRAVÉS DEL PROCESO DE LUCHA
El concepto de crecimiento postraumático hace referencia al cambio positivo que un individuo experimenta como resultado del proceso de lucha que emprende a partir de la vivencia de un suceso traumático (Calhoun y Tedeschi, 1999). Para la corriente americana, este concepto, aunque está estrechamente relacionado con otros como hardiness o resiliencia no es sinónimo de ellos, ya que, al hablar de crecimiento postraumático no sólo se hace referencia a que el individuo enfrentado a una situación traumática consigue sobrevivir y resistir sin sufrir trastorno alguno, sino que además la experiencia opera en él un cambio positivo que le lleva a una situación mejor respecto a aquella en la que se encontraba antes de ocurrir el suceso (Calhoun y Tedeschi, 2000). Desde la perspectiva francesa, sin embargo, sí serían equiparables crecimiento postraumático y resiliencia.
La idea del cambio positivo consecuencia del enfrentamiento a la adversidad aparece ya en la Psicología existencial de autores como Frankl, Maslow, Rogers o Fromm. Además, la concepción del ser humano capaz de transformar la experiencia traumática en aprendizaje y crecimiento personal ha sido un tema central en siglos de literatura, poesía, filosofía… (Saakvitne, Tennen y Affleck, 1998), pero ignorada por la Psicología clínica científica durante muchos años.
Es importante recordar que cuando se habla de crecimiento postraumático se hace referencia al cambio positivo que experimenta una persona como resultado del proceso de lucha que emprende a partir de un suceso traumático, que no es universal y que no todas las personas que pasan por una experiencia traumática encuentran beneficio y crecimiento personal en ella (Park, 1998; Calhoun y Tedeschi, 1999).
Las investigaciones se han centrado en delimitar qué características de personalidad facilitan o impiden un desarrollo o un cambio positivo a raíz de experiencias traumáticas. Optimismo, esperanza, creencias religiosas y extraversión son algunas de las características que de forma más frecuente aparecen en los estudios como factores de resistencia y crecimiento. Calhoun y Tedeschi (1999; 2000), dos de los autores que más han aportado a este concepto, dividen en tres categorías el crecimiento postraumático que pueden experimentar las personas: cambios en uno mismo, cambios en las relaciones interpersonales y cambios en la espiritualidad y en la filosofía de vida.
Cambios en uno mismo: es un sentimiento común en muchas de las personas que afrontan una situación traumática el aumento de la confianza en las propias capacidades para afrontar cualquier adversidad que pueda ocurrir en el futuro. Al lograr hacer frente a un suceso traumático, el individuo se siente capaz de enfrentarse a cualquier otra cosa. Este tipo de cambio puede encontrarse en aquellas personas que, por sus circunstancias, se han visto sometidas a roles muy estrictos u opresivos en el pasado y que a raíz de la lucha que han emprendido contra la experiencia traumática han conseguido oportunidades únicas de redireccionar su vida. Estas ideas son consistentes con los trabajos que indican que las convicciones políticas e ideológicas son el principal factor positivo de resistencia en presos políticos y torturados (Pérez-Sales y Vázquez, 2003).
Cambios en las relaciones interpersonales: muchas personas ven fortalecidas sus relaciones con otras a raíz de la vivencia de una experiencia traumática. Suele ser común la aparición de pensamientos del tipo "ahora sé quienes son mis verdaderos amigos y me siento mucho más cerca de ellos que antes". Muchas familias y parejas enfrentadas a situaciones adversas dicen sentirse más unidas que antes del suceso. En un estudio realizado con un grupo de madres cuyos hijos recién nacidos sufrían serios trastornos médicos, se mostró que un 20% de estas mujeres decía sentirse más cerca de sus familiares que antes y que su relación se había fortalecido (Affleck, Tennen y Gershman, 1985). Por otro lado, el haber hecho frente a una experiencia traumática despierta en las personas sentimientos de compasión y empatía hacia el sufrimiento de otras personas y promueve conductas de ayuda.
Cambios en la espiritualidad y en la filosofía de vida: las experiencias traumáticas tienden a sacudir de forma radical las concepciones e ideas sobre las que se construye la forma de ver el mundo (Janoff-Bulman, 1992). Es el tipo de cambio más frecuente. Cuando un individuo pasa por una experiencia traumática cambia su escala de valores y suele apreciar el valor de cosas que antes obviaba o daba por supuestas.
Aunque se tiende a suponer que la mayoría de la evidencia empírica sobre la existencia de resiliencia y crecimiento postraumático se ha basado en estudios de caso único de personas excepcionalmente fuertes o extraordinarias (Masten, 2001), existen estudios sistemáticos que analizan muestras grandes y que encuentran resultados favorables que apoyan el hecho de que son fenómenos comunes. Así por ejemplo, en un estudio realizado con 154 mujeres que en su infancia habían sufrido abuso sexual, casi la mitad de ellas (46.8%) informaron haber encontrado algún beneficio de la experiencia vivida, beneficios que pudieron agruparse en cuatro categorías: capacidad de protección de los niños frente al abuso, capacidad de auto-protección, incremento en el conocimiento del abuso sexual y desarrollo de una personalidad más resistente y autosuficiente. Este estudio viene a contradecir la tradicional creencia de que la mayoría de las personas que sufren abuso sexual en la infancia desarrollan un sentimiento de indefensión que les hace vulnerables y sugiere que muchas de las mujeres abusadas parecen salir fortalecidas de su experiencia y con mayores herramientas para protegerse a sí mismas y a sus hijos (McMillen, Zurvain y Rideout, 1995). En la línea de lo que afirman los autores antes citados sobre la coexistencia de emociones positivas y negativas, un 88.9% de las mujeres que percibieron beneficio de la experiencia de abuso sexual informaron también de percepción de daño (Calhoun y Tedeschi, 1999; 2000).
En un estudio retrospectivo realizado con 36 supervivientes de una catástrofe en una plataforma petrolífera, a los que se entrevistó 10 años después del suceso, se encontró que un 61% de los entrevistados percibía algún beneficio resultante de su trágica experiencia, como mejora en sus relaciones personales, crecimiento emocional y seguridad económica (Hull, Alexander y Klein, 2002).
Otras investigaciones se han centrado en individuos enfrentados a enfermedades graves y hospitalizaciones de larga duración. En este sentido, numerosos estudios evidencian de forma sólida la existencia de procesos de crecimiento o aprendizaje. En el trabajo de Taylor, Lichtman y Word (1984) se preguntó a personas a las que se les había diagnosticado de cáncer, si su vida había experimentado cambios y qué cambios concretos experimentaron. El 70% contestó afirmativamente a la primera pregunta, y de ellos un 60% consideró positivos los cambios. En la mayoría de los casos los pacientes informaron de haber aprendido a tomarse la vida de otra forma y a disfrutar más de ella.
Otro estudio realizado con madres cuyos hijos recién nacidos habían permanecido un largo período de tiempo en una unidad de cuidados intensivos, encontró que el 70% de estas mujeres afirmaba que su matrimonio había salido fortalecido de la experiencia vivida (Affleck y Tennen, 1991).
Igualmente, se ha puesto de manifiesto que muchas personas infartadas perciben beneficios de su mala experiencia (Affleck, Tennen, Croog y Levine, 1987). Un estudio realizado con 287 hombres que habían sufrido un ataque cardíaco, y en el que se pretendía evaluar la atribución causal y el beneficio percibido a las de siete semanas de haber sufrido el infarto y a los ocho años, mostró que aquellos individuos que habían percibido beneficios tras el primer ataque, tenían menos posibilidades de sufrir un segundo ataque y exhibían una mejor recuperación ocho años después. Quizá la supuesta explicación sea que los pacientes comprendieron las ventajas de llevar una vida saludable, pero los beneficios percibidos no se quedaron sólo en esto. Muchos de los pacientes encontraron que el infarto les había hecho reconsiderar sus valores, prioridades y sus relaciones interpersonales. Los hombres que habían sufrido un nuevo ataque cardíaco en ese período de ocho años tendían a encontrar más beneficios que aquellos que no habían recaído (Affleck et al. 1987)
Las personas que experimentan crecimiento postraumático también suelen experimentar emociones negativas y estrés (Park, 1998). En muchos casos, sin la presencia de las emociones negativas el crecimiento postraumático no se produce (Calhoun y Tedeschi, 1999). La experiencia de crecimiento no elimina el dolor ni el sufrimiento, de hecho suelen coexistir (Park, 1998, Calhoun y Tedeschi, 2000). En este sentido, es importante resaltar que el crecimiento postraumático debe ser entendido siempre como un constructo multidimensional, es decir, el individuo puede experimentar cambios positivos en determinados dominios de su vida y no experimentarlos o experimentar cambios negativos en otros dominios (Calhoun, Cann, Tedeschi y McMillan, 1998).
Para muchas personas, hablar de un crecimiento después del trauma, de una ganancia personal, es algo inaceptable e incluso obsceno. Sin embargo, la exitosa lucha por la supervivencia de la especie humana ha debido seleccionar mecanismos de adaptación a circunstancias sumamente ingratas que conllevan tanto beneficios como costes (Saakvitne et al., 1998).
La naturaleza del crecimiento postraumático puede ser interpretada desde dos perspectivas diferentes. Por un lado, el crecimiento postraumático puede ser considerado como un resultado: el sujeto pone en marcha una serie de estrategias de afrontamiento que le llevan a encontrar beneficio de su experiencia. Por otro, el crecimiento postraumático puede ser entendido como una estrategia en si misma, es decir, la persona utiliza esta búsqueda de beneficio para afrontar su experiencia, de forma que más que un resultado es un proceso (Park, 1998).
Las teorías que defienden la posibilidad de crecimiento o aprendizaje postraumático adoptan la premisa de que la adversidad puede, a veces, perder parte de su severidad a través de, o gracias a, procesos cognitivos de adaptación, consiguiendo no sólo restaurar las visiones adaptativas de uno mismo, los demás y el mundo, que en un principio podían haberse distorsionado, sino también fomentar la convicción de que uno es mejor de lo que era antes del suceso. Así, se ha propuesto que el crecimiento postraumático tiene lugar desde la cognición, más que desde la emoción (Calhoun y Tedeschi, 1999). En esta línea, la búsqueda de significado y las estrategias de afrontamiento cognitivo parecen ser aspectos críticos en el crecimiento postraumático (Park, 1998).
Cabe preguntarse en este punto cuál debe ser el papel del psicólogo. Teniendo en cuenta que, al menos de momento, el crecimiento postraumático no puede ser creado por el terapeuta bajo una fórmula o procedimiento establecido, es necesario asumir que éste debe ser descubierto por el propio sujeto. El psicólogo debe ser capaz de descubrir y percibir en cada persona los distintos signos del despertar de este crecimiento para encauzarlos y ayudar en su desarrollo (Calhoun y Tedeschi, 1999). No todas las personas serán capaces de aprender de su experiencia traumática, pero algunas sí lo harán y admitir esta posibilidad ya es un avance. En la práctica clínica, sin embargo, hay que ser sumamente cauteloso, pues la presión hacia la percepción de beneficio puede conllevar sentimientos de frustración en personas que son incapaces de encontrar dicho beneficio (McMillen, Zuravin y Rideout, 1995).
La posibilidad de incrementar los niveles de resiliencia y de crecimiento, tras pasar por situaciones ciertamente adversas, es aún una gran incógnita para la Psicología (Bartone, 2000). De hecho, si somos capaces de entender cómo y por qué algunas personas resisten y se benefician de experiencias extremadamente adversas y somos capaces de enseñar esta habilidad, los beneficios para el sistema sanitario mundial serían inconmensurables (Carver, 1998). Es necesario, por tanto, un gran volumen de investigación empírica que lleve a clarificar la naturaleza de los procesos de resistencia y crecimiento.

CONCLUSIONES
Vivir una experiencia traumática es sin duda una situación que modifica la vida de una persona y, sin quitar gravedad y horror de estas vivencias, no se puede olvidar que en situaciones extremas el ser humano tiene la oportunidad de volver a construir su forma de entender el mundo y su sistema de valores. Por esta razón, se deben construir modelos conceptuales capaces de incorporar la dialéctica de la experiencia postraumática y aceptar que lo aparentemente opuesto puede coexistir de forma simultánea.
La Psicología no es sólo psicopatología y psicoterapia, es una ciencia que estudia la complejidad humana y debe ocuparse de todos sus aspectos. Se debe ampliar y reconducir el estudio de la respuesta humana ante el trauma con el fin de desarrollar nuevas formas de intervención basadas en modelos más positivos, centrados en la salud y la prevención, que faciliten la recuperación y el crecimiento personal. Se trata de adoptar un paradigma desde un modelo de salud que ayude a conceptualizar, investigar, diseñar e intervenir efectiva y eficientemente en el trauma.
La labor del psicólogo vista desde la Psicología Positiva debe servir para reorientar a las personas a encontrar la manera de aprender de la experiencia traumática y progresar a partir de ella, teniendo en cuenta la fuerza, la virtud y la capacidad de crecimiento de las personas.

Beatriz Vera Poseck*, Begoña Carbelo Baquero** y María Luisa Vecina Jiménez***
**Universidad de Alcalá. ***Universidad Complutense





No hay comentarios:

Publicar un comentario